domingo, 8 de noviembre de 2015

El emperador albino


«No —murmuró el capitán—. La libertad no existe. Todavía no. Para nosotros, no. Nosotros debemos pasar muchos más sufrimientos antes de poder empezar siquiera a adivinar qué es la libertad. Sólo el precio de este conocimiento es superior, probablemente, al que estarías dispuesto a pagar en este estadio de tu vida. De hecho, a menudo el precio es la propia vida». 

La crítica ha sido dura con Moorcock porque, según ella, trató mal a Elric; sin embargo, me temo que se trata de un personaje sempiterno que seguirá siendo leído durante muchos, muchos lustros. A veces un nombre basta para que una novela descuelle, como pasa con Nemo —¿sacamos a relucir las numerosas taras de Veinte mil leguas de viaje submarino?— o Holmes, o tantos otros. La fascinación irradiada por esos personajes palia los defectos de la trama. 

Elric no es un santo paladín que se rige únicamente por el bien en su estado más puro, sino un desidioso emperador cansado de una sociedad decadente y estática, anquilosada entre tradiciones que se remontan a un lejano pasado de glorias olvidadas. Pienso que resulta más fácil comprender la obra, su leitmotiv, si se conocen los pensamientos del autor, que ha defendido el anarquismo: en sus páginas pueden verse numerosos desprecios al poder en cualquiera de sus formas, y una incesante búsqueda de aventuras, de libertad. Elric quiere, ante todo, romper las cadenas que lo atan a esas costumbres anacrónicas, lo cual explica su asombroso comportamiento ante determinadas circunstancias.

Además, es un agente del Caos, y su espada, Stormbringer, bebe las almas de aquellos a los que hiere, transfiriendo de paso energías al portador. Esto puede dar la impresión de que nos hallamos ante un villano, pero no es así: se trata de un personaje ambiguo, contradictorio, con una laxa inclinación hacia la virtud, pues anhela eliminar las costumbres depravadas de sus compatriotas. La complejidad de Elric viene de una constante lucha interior: aunque posee algo de humanidad, ésta se ve alterada por las experiencias del trágico pasado que le atormenta. De manera que debe buscarse a sí mismo, descubrir quién se esconde entre tanta reminiscencia funesta.


Probablemente, la novela más infravalorada de las ocho que componen los viajes de Elric sea La fortaleza de la perla, ya que abusa del ambiente onírico, recurso que otros escritores suelen ofrecer en pequeñas dosis; aun así, en ella se contemplan con mayor claridad las ideas antes mencionadas: un grupo de patricios, embebecidos con el poder, corroen su ciudad mediante un absurdo gobierno aislacionista porque sólo les importa mantenerse sobre los demás, acumulando y acumulando riquezas. El argumento no es el más original que puede concebirse; pero cumple de sobra y le da a la historia una cohesión que no tiene Marinero de los mares del destino, obra muy deslavazada.

Lo cierto es que la crítica no anda desencaminada cuando habla mal de estas novelas. En El misterio del lobo blanco, por ejemplo, se ata un cabo suelto cuya resolución era esperada por el lector desde el principio... y se hace demasiado rápido. Da la impresión de que a Moorcock le dejó de interesar ese hilo, ya que prefirió quitárselo de encima para desarrollar breves aventuras en la línea de Robert E. Howard. Después, en La venganza de la Rosa, trueca el ritmo veloz que ha usado en todas las historias anteriores por algo más pausado, más tolkeniano; las frecuentes luchas y diálogos se sustituyen por longas descripciones. No hay un estilo mejor que otro, ambos son aceptables y tienen su público; empero, me consta que ese cambio tan radical fastidió a algunos lectores acostumbrados a la velocidad. A mí me pareció áspero, aunque me habitué enseguida.

Sí, hay defectos en estas obras, claro que los hay. Afortunadamente, como ya dije, Elric ejerce tanta fascinación que se olvidan. Está en medio de una lucha de la que no quiere formar parte: por un lado, los inicuos y viscerales dioses del Caos; por otro, las conservadoras divinidades de la Ley. Ambos bandos libran una lucha eterna, cada uno cree estar en posesión de la verdad y, en el fondo, ninguno la posee porque son esclavos de sí mismos y su odio hacia el contrario, su amor hacia el poder. Sólo se ponen de acuerdo en un punto: hacer pedazos la utopía, que en el mundo de Elric se llama Tanelorn, la ciudad eterna. En ella se abandonan los alineamientos y se sirve al equilibrio, los habitantes viven en paz.

¿Construiremos una Tanelorn algún día? Es posible, pero todavía no. Para nosotros, no. Entretanto, podemos leer a Moorcock, que es uno de esos autores con universo propio e inspirador.



jueves, 8 de octubre de 2015

Si tienes la piel fría, tal vez seas un profundo


Primero, antes de empezar la reseña, dejemos las cosas claras y el chocolate espeso: no existe ningún vínculo que me una al autor..., y tampoco importaría si lo hubiese, porque soy un huraño al que no le interesan ni lo más mínimo las alabanzas vacuas, o formar parte de clubes pretenciosos; en consecuencia, mis reflexiones serán sinceras, lo cual no me libera de cometer errores, claro. Errare humanum est. Todo esto viene porque las críticas interesadas están a la orden del día, los arribistas asolan Facebook y similares. No hablo de esta obra en concreto, por supuesto; aunque desconozco qué habrán dicho de ella y por qué. 

Tenía pensado escribir otro de mis dislates filosóficos, pero la lectura de La piel fría me apartó de esa idea: cuando una obra te sorprende tanto, cuesta callárselo. Además, se trata de una sorpresa grata, pues hacía innumerables evos que no me lo pasaba tan bien con el género terrorífico.

Albert coge prestado lo mejor de Lovecraft, su portentoso imaginario, y lo usa para crear un libro que atrapa desde la primera página, porque plantea una situación que resulta interesante por sí misma: dos hombres atrapados en una isla remota donde reciben visitas nocturnas de los carasapo, raza de anfibios antropomórficos que recuerda a los famosos profundos. El faro de la isla, refugio de esos desgraciados, recibe un ataque tras otro, casi sin pausa, como si los monstruos fuesen interminables. Ambos saben que el final es inminente, mas tienen armas y están dispuestos a agotar su munición antes de ser devorados. Las escenas de lucha que eso genera son épicas, evocan la resistencia de la compañía del anillo en Moria.

En mi opinión, el mayor mérito de la trama reside en que evoluciona sin perder un ápice de interés, no se vuelve redundante a pesar del escaso escenario. Entre asalto y asalto de los «profundos», aparecen novedades inesperadas. Yo, sinceramente, esperaba que el libro tuviese menos garra en los capítulos finales, porque el argumento pone unos límites muy estrechos. Por suerte, el autor sabe jugar bien sus pocas cartas disponibles y desvela los ases en el instante adecuado. Me recuerda un poco a Defoe.

Seguro que si hubiese sido escrito en el país de las barras y estrellas, alguien se habría animado a hacer una película. ¿Qué podría haber hecho el genial Sam Raimi con esos emocionantes momentos de resistencia?

Sólo es necesario un requisito para adentrarse en la trama: acostumbrarse a la fragmentada prosa del autor, que en ocasiones se asemeja a la de Hemingway; mucho punto y seguido. Eso, y un pequeño topicazo en el final que podría haberse evitado, son los únicos aspectos negativos que le echo en cara a La piel fría. Por cierto, el desenlace es muy ingenioso, tanto que lo he colocado entre mis preferidos. Hay una magnífica obra de fantasía épica que usa la misma fórmula para terminar su historia. ¿Se habrá inspirado en ella? Obviamente, me reservo el título porque si la conoces... esto sería un spoiler.  Lástima lo de ese topicazo tan manido.

Nota final: 11/10   Está, junto a La noche a través del espejo, entre lo mejor que he podido leer este año. ¿Te agrada Lovecraft? Entonces seguro que te gustará La piel fría. ¿Lovecraft te parece un coñazo? Entonces seguro que te gustará también. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

Ballard soñó con un mundo de cristal


El día que murió William Burroughs, Ballard lo mencionó como el último escritor verdadero; es decir, el último que se atrevió a explorar lugares vírgenes, a dejar libre su imaginación. Conozco a Burroughs y sé que hay algo de verdad en ello —por suerte, aún quedan osados exploradores, unos pocos—; pero nunca había leído nada de Ballard y me entró curiosidad, porque necesitaba saber si él también fue más allá de los cánones. Cuando un lector termina cierto número de novelas, suele darse cuenta de que la mayoría son intercambiables: ni siquiera llegan a ser una digna reconversión, o deconstrucción si te gusta cocinar...

Aunque El mundo de cristal es parte de una tetralogía, se trata de una historia independiente que puede leerse sin conocer el resto. Son novelas que, por lo que he podido ver, muestran a la civilización corriendo el riesgo de extinguirse. Los títulos lo dejan claro: El mundo sumergido, El huracán cósmico y La sequía. Después de terminar el que ahora nos ocupa, decidí que debía leerlos todos. 

Acababa de recorrer las sangrientas calles de Cosecha roja, y me chocó ir de una prosa muy ágil a la que usa Ballard, ya que en ella prima la atmósfera sobre la acción y el diálogo. Los personajes se toman su tiempo para darse a conocer, van entrando despacio en el misterio que les rodea, una selva que se está cristalizando sin motivo aparente. Por supuesto, dicha cristalización es mortal para los seres vivos que se exponen demasiado a su influjo; si no fuese así, no sería sugestivo. En cierto sentido, se trata de una belleza asesina e hipnotizadora que se expande inexorablemente. Son fascinantes las poéticas descripciones de los animales vitrificados.

Mientras el raro fenómeno amenaza con hacer de la tierra una enorme cristalería, algunos lugareños se preocupan por otras cuestiones: beneficios, caprichos, asuntos que carecen de importancia frente a lo que se les viene encima. Usemos un símil onírico: una isla en medio del vacío, la nada. El único habitante tiene lo suficiente para vivir; mas, dando señales de irracionalidad, coge un instrumento creado por él y rompe un pedacito de la isla cada día, labrándose su propio final. ¿Que por qué lo hace? Bueno, un psicólogo daría una respuesta seria y racional, yo lo resumo en que se trata de un gilipollas. 

Sin duda, el libro es peculiar; no creo que existan muchas novelas similares. Me pareció un argumento sugerente con mucha capacidad para abstraer al lector, hacerle discurrir. Eso está requetebién; pero no todo son flores en el paraíso: hay imágenes geniales que pierden fuerza porque se abusa de ellas, lo cual resulta decepcionante, y a veces se percibe cierta artificialidad en las descripciones. Un par de detalles que pueden perdonarse porque Ballard, al igual que Burroughs, le quitó los grilletes a su imaginación. No hablamos de una obra intercambiable, sino con personalidad propia. Pronto acabaré hincándole el diente a las otras. 

viernes, 31 de julio de 2015

¿Te atreves con WazHack?


Vayamos al grano: WazHack es uno de esos roguelikes tan difíciles y frustrantes, un juego duro sólo apto para corazones de hierro, personas que desayunen gasolina con tornillos... 

No, no es el lobo tan fiero como lo pinto; aunque sí es cierto que hace falta una buena dosis de tenacidad o el PC puede terminar siendo defenestrado. Las muertes inesperadas abundan y muchas no se deberán a tus descuidos, sino a la enorme crueldad del simpático programador. Una simple fuente será, si no andas con cuidado, el motivo por el que debas empezar de nuevo, pues beber de ellas tiene diferentes consecuencias, y quien dice una fuente... En la imagen superior, posando con chulería, se ve a mi personaje tras acabar con tres ogros. Qué proeza, ¿no? Llevaba puesto un equipo brutal, y hasta me acompañaba un prisionero que liberé. «Soy invencible», pensaba, «Mira qué poca vida me han quitado esos brutos». Todo era alegría hasta que un rey ogro, uno de los enemigos más peligrosos del juego, ascendió por esas escaleras a toda prisa. Como era la primera vez que me topaba con él, creí que lo mataría; sin embargo, ni con una varita de muerte —mata a los enemigos instantáneamente— le despeiné, porque tiene resistencia a la magia. Mi espada, por otro lado, tampoco fue muy útil; así que mi compañero y yo nos convertimos en la suculenta comida del monarca. 

WazHack engaña a primera vista, parece un rápido título de plataformas; pero no: deberás aprender sus reglas si quieres llegar a los últimos niveles de la mazmorra, donde estará esperándote el clásico dragón. Recomiendo leer la Wiki para conocer los detalles, ya que algunos objetos tienen varios usos. Supongamos que encuentras una lámpara de aceite; ésta, además de iluminar zonas oscuras, a veces invoca genios si se frota, y no todos son iguales. Con suerte, el genio será majo y te concederá un deseo en vez de partirte el cráneo, o se conformará con darte las gracias por liberarle. Las lámparas también te llenan las manos de aceite, lo cual es genial si quieres desprenderte de ese arma maldita que no podías desequipar. 

Menudos tipos se encuentra uno en las zonas
más profundas. ¿Tendrá hora? 

Gráficamente hablando, es interesante si se compara con sus compañeros de género, ya que éstos suelen limitarse a usar texto para representar cada elemento de la mazmorra. Sí, has leído bien: un dragón sería una «D» verde... Por suerte, están apareciendo nuevos títulos con gráficos aceptables. WazHack resulta agradable a la vista, aunque es posible —y comprensible— que no te guste el diseño de los protagonistas. A mí me parece perfecto tal y como está; encaja con la fuerte atmósfera de humor. 

¿Y la duración? Eso depende de cada uno. He visto a personas en Steam que han superado las quinientas horas, porque se trata de un título que puede rejugarse un montonazo de veces. Yo tengo 27. Tardé unos cuantos meses en acumularlas, pero es por falta de tiempo; otro ogro cantaría si los hombres grises se fuesen a freír espárragos. Teniendo en cuenta que este rogue sólo cuesta unos nueve euros, el asunto sale rentable, muy rentable. Si te gusta este tipo de juegos, ni te lo pienses. El mero hecho de ir probando cada personaje ya será un motivo para divertirse durante un buen rato... al menos hasta que desistas de ser un melifluo hechicero y te pongas en serio con las espadas y armaduras. 

Un consejo: jamás, jamás, ataques a un mercader.


domingo, 12 de julio de 2015

Predicción


Arrastrando una espada entre un entramado de yurtas, la joven Sarangerel se dirigía a su rincón preferido: una solitaria laguna rodeada de colinas. Acababa de finalizar el entrenamiento y ver, una vez más, decepción en los ojos de su padre; como era el mejor luchador de la tribu, le exigía que se esforzase al máximo, que siguiese aun con los dedos entumecidos, y a ella siempre le abandonaban las fuerzas; se quedaba tendida en el suelo, resollando. Por si fuese poco, guardaba la certeza de que no había nacido para combatir. Ni siquiera fue capaz de derrotar a Bolormaa, una chica presuntuosa que la retó ante sus amigas incondicionales.
      Tampoco sabía montar a caballo con la misma naturalidad que sus compañeras de caza, y sus disparos con el arco dejaban bastante que desear. Si al menos notase algún progreso, algo, cualquier cosa; pero se veía a sí misma igual que una roca: inamovible, estancada… inútil. Los años pasaban a toda velocidad, erosionando anhelos que la visitaban cuando soñaba; anhelos de honor, gloria, combates contra el mal que moraba en el interior de las montañas. Se rumoreaba que sólo un grupo de elegidos, guerreros legendarios, sería capaz de atravesar la oscuridad y plantarle cara a los muchos ojos brillantes que se refugian en las cavernas. 
      Sarangerel cogió una piedrecilla y la arrojó a la laguna. Al hacerlo, notó una punzada de dolor en la muñeca.
      —Vaya —masculló mientras se la frotaba.
      —Eso no debería dolerte —dijo una voz tras ella. Era Ogodei, el único muchacho que se molestaba en hablarle.
      —¿Qué haces aquí? —preguntó simulando no sentir nada.
      —Daba un paseo. —Se sentó al lado de la chica, dejando su arco corto cerca, al alcance de la mano—. Me gustan los paseos. ¿Tanto te duele arrojar una piedra?
      —No es asunto tuyo. Preferiría estar sola, si no te importa.
      —Comprendo: necesitas pensar en lo mal que te va con el combate y la caza. Eres una vergüenza para todos nosotros.
      Gruñendo, Sarangelel le lanzó un puñetazo, pero éste fue eludido con facilidad.
      —Así nunca me rozarás —dijo Ogodei—; tu padre está loco cansándote tanto.
      —Mi padre sabe lo que se hace. Yo soy la culpable de sus penas. Creo… creo que estaría mejor muerta. A veces pienso en meterme en ese agua y quedarme dentro; quizá los dioses me tengan reservado algo mejor.
      Ogodei se levantó bruscamente. En su rostro podía leerse un intenso mensaje de ira.
      —Puedes, si tienes el valor necesario, saber qué quieren de ti los dioses; mi abuela te lo dirá.
      La abuela de Ogodei era una anciana hechicera que gozaba del favor divino. Incluso el jefe le pedía consejo antes de cada escaramuza.
      —¿Una predicción? Seguro que no querrá otorgarme semejante honor.
      —Tú no la conoces. Ven conmigo.
      Se dirigieron a la tienda de la hechicera, que por fuera estaba llena de extraños abalorios y fetiches con diferentes formas de aves. En el interior, rodeada de volutas de humo, una anciana meditaba en la posición del loto. Varias pulseras cubrían sus enjutos brazos de cuero arrugado, y un enorme collar de huesos le tapaba el marchito pecho desnudo. Sarangelel nunca la había visto tan de cerca, y tuvo la impresión de que debía tener mil años. Se sentó enfrente de ella, en la misma postura, sin pronunciar palabra. Ogodei hizo lo propio. Ambos sabían que, para mostrar la deferencia debida, era necesario esperar a que ella hablase primero; lo contrario significaba interrumpir esa importante meditación.
      Después de un rato, la hechicera habló con una voz grave, cascada, la voz que causaba fervor en toda la tribu.
      —El desánimo que te aflige, Sarangerel, forjará tu carácter en el futuro: la adversidad nos hace fuertes. Sin embargo… sí; te entregaré lo que buscas, porque tus pensamientos son demasiado tormentosos. ¿Estás preparada? ¿De verdad quieres saberlo? Tal vez descubras algo que no te agrade; tal vez debas ahogarte en esa laguna.
      —¡Abuela! —exclamó Ogodei—, ¿por qué dices eso?
      —¿Lo harás o no? —preguntó la hechicera ignorando a su nieto.
      —Sí, no tengo nada que perder.
      —Entonces acércate.
      Sarangerel se colocó a su lado, y la anciana le puso ambas manos sobre la faz, tapándole su visión…

      Una negrura absoluta fue cediendo lentamente a la luminosidad mortecina que generaba un objeto cúbico. Sarangelel tuvo la sensación de estar soñando, uno de esos sueños donde se ejerce de mero espectador. Poco a poco, al tiempo que se aproximaba a la luz, percibió varias siluetas y escuchó murmullos que iban creciendo, convirtiéndose en palabras altas y claras. 
      —…por lo tanto —dijo un vozarrón—, deberías hacer algo con estas condenadas tinieblas. Voy a terminar cayéndome ahí abajo, y no puedo nadar si llevo la armadura.
      —Claro, amigo —contestó alguien con palabras trémulas y atipladas—, apartemos las tinieblas para llamar la atención de lo que sea que more aquí. Muy sabio por tu parte. También podríamos dar un festejo.
      —¿Acaso no hemos venido precisamente con la intención de acabar con lo que sea que more aquí? ¿Eh, «amigo»? ¿Eh?
      —Tú lo has querido.
      Cientos de llamas flotantes se encendieron al unísono a lo largo de una ancha e inmensa bóveda. Emitían un curioso fuego azulado, el mismo que podía hallarse en la tienda de la hechicera durante las noches. Tanta luz deslumbró a Sarangelel, pero logró habituarse y percibirlo todo con claridad. Su sorpresa fue mayúscula: acompañada por dos hombres y un curioso goblin de mirada roja, estaba ella. Tenía varios años más y una longa cicatriz en el brazo. También notó otro cambio más profundo: la actitud. Esa Sarangelel se movía con decisión, sin miedo, afrontando el riesgo igual que sus, aparentemente, poderosos compañeros.
      —Ya era hora, Zelek. Malditos magos, siempre reservándose los mejores trucos —dijo el vozarrón de antes. Se trataba de un caballero equipado con una reluciente armadura de placas. De su rostro atezado crecía una barba que le llegaba a la cintura—. Que vengan esos monstruos si se atreven, porque impartiré justicia con mi espada.
      A su lado, sosteniendo un báculo en cuya punta rutilaba aquel objeto cúbico, había un pálido hombre enjuto que usaba túnica.
      —Me gustará verlo —dijo—, porque esto los va a atraer como insectos, seguro que sí.  
      El goblin, cuyo oscuro atuendo le hacía parecer una sombra, desenfundó sus dagas emponzoñadas y avanzó a toda velocidad.
      —Supongo que habrá visto algo —dijo el caballero—. Yo no puedo seguirlo si corre así, el condenado.
      En esos momentos, el grupo avanzaba por un puente angosto que cruzaba un lago subterráneo, y el caballero, con su voluminosa armadura, lo estaba pasando realmente mal.
      Sarangelel se adelantó.
      —Yo le sigo —dijo—, creo que soy capaz de alcanzarle.
      Mientras corría sobre las tablas bamboleantes, Sarangelel quedó deslumbrada por las enormes estatuas que los moradores originales habían esculpido en ese lugar; éstas representaban antiguos dioses olvidados, humanos con cabezas de animal, y bordeaban un islote redondo. Al final del camino, que acababa en ese islote, el goblin husmeaba y gruñía en tono quedo. Inesperadamente, un dardo se dirigió a su garganta, y fue capaz de esquivarlo sin problemas.
      —¿Quién quiere jugar con Kremmel? —siseó—, Kremmel está listo.
      Tras las estatuas, empezaron a surgir decenas y decenas de viscosos hombres sapo. Algunos portaban cerbatanas; otros, armas saqueadas de los incautos que eran cazados en las cavernas, la mayoría buscadores de tesoros.
      Kremmel señaló al más grande con una de sus dagas, desafiándolo. Sin duda, se trataba del líder, porque iba mejor equipado y daba órdenes en un insólito lenguaje lleno de chasquidos. Cuando éste vio a ese diminuto goblin que intentaba provocarle, hizo un sonido reiterado que recordaba a la carcajada y le apuntó con una enorme cimitarra; luego avanzó dando largas zancadas. 
      —¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sarangerel.
      —Hay que ganar algo de tiempo hasta que vengan las tortugas a ayudarnos; supongo que el humano bobo de metal aún tardará bastante… si no se cae antes al agua. Espero equivocarme. 
      Los hombres sapo formaron un semicírculo detrás de su líder, que se quedó a la espera de su oponente. Para ellos se trataba de un desafío formal, y algunos deseaban en secreto ver muerto al jefe; así tendrían la oportunidad de ocupar su posición.
      —No lo mates demasiado rápi…
     Antes de que Sarangelel pudiese acabar la frase, Kremmel había desaparecido en medio de una pequeña explosión de humo, teleportándose justo encima de la nuca del gran hombre sapo, donde insertó sus armas emponzoñadas. El público contempló, entre admirado y horrorizado, cómo los globos oculares de su líder estallaron, despidiendo un líquido verduzco. Murió sin tener ninguna oportunidad.
      El caballero, que caminaba con paso tambaleante, llegó seguido de cerca por Zelek.
      —Ajá, se quiere quedar toda la diversión para él —rezongó al ver el combate recién acabado.
      —¿Diversión dices? Ahora seguro que están enfadados, y son un número considerable. Menuda caterva de criaturas repugnantes. Mírales, parece que la muerte de su líder les ha ofuscado, pero pronto reaccionarán de una u otra manera. Apostaría a que será algo violento.
      Como si hubiesen leído el pensamiento de Zelek, los hombres sapo cargaron con rabia, ansiosos por demostrar quién era merecedor de ser el nuevo líder. Kremmel se retiró, reuniéndose con Sarangelel, que esperaba el mejor momento para disparar con su arco. Entretanto, el caballero enarboló su mandoble e hizo una contracarga, y Zelek alzó una mano chisporroteante.

      Los dedos de la hechicera repelieron el rostro de Sarangelel, y ésta se quedó tendida en el suelo de la tienda, con el gesto crispado.
      —Nuestros dioses nunca habían enseñado tanto. Puedes estar orgullosa, niña. Ogodei, llévala con su padre.
      —¡No! —exclamó Sarangelel—. ¡Quiero saber cómo termina esa historia! Mi historia.
      —Sólo será tuya, niña desagradecida, si escoges la ruta que te lleve hasta ella. Ahora vete, debo descansar. ¿No ves lo que me ha agotado todo esto?
      A regañadientes, salió de la tienda porque sabía que era el fin de aquella visión: en efecto, la anciana estaba ostensiblemente extenuada, cubierta por una película de sudor. Ogodei la acompañó y le preguntó qué había visto. Ella se mantuvo en silencio, abstraída.  
      Esa tarde, y las siguientes, y parte de las noches, continuó los duros entrenamientos que su recio padre le imponía al alba. Trabajó sin descanso, logrando sorprendentes proezas.
      —Muy bien, hija. Recuerda: en la escuela de guerra de la vida, el que no me mata me hace más fuerte.


viernes, 19 de junio de 2015

Joe Gores y sus depredadores


Lo que más me gusta de la novela criminal es que a veces muestra el auténtico lado oscuro, el apogeo del malvado. Cualquier otra banalidad, como ésas que suelen provocar discusiones en el día a día, palidece en comparación. A Time of Predators lleva a un grupo de jóvenes por la senda tenebrosa: agreden, violan, mienten. La palabra clave es «grupo», porque el comportamiento del humano cambia cuando está dentro de uno; suele convertirse en pastor u oveja. Para mí, salvo en raras circunstancias, la obediencia no exime de culpa: pienso que la sanción ha de ser la misma para todos. 

El protagonista, un profesor de antropología llamado Curtis, halla a su esposa muerta en el baño. Aparentemente se trata de un suicidio; pero hay indicios claros que señalan agresión, lo cual es cierto: fue violada por el grupo de jóvenes, y ella era incapaz de seguir viviendo tras eso, de olvidar. Aunque tanto el profesor como la policía saben la verdad, las pruebas no son suficientes... y el encargado del caso no parece estar muy dispuesto a resolverlo; por lo tanto, Curtis toma la decisión de tomarse la justicia por su mano, investigar hasta encontrarse cara a cara con los culpables. Con el objetivo de lograrlo, rescata las dolorosas reminiscencias de su pasado castrense y entrena con vigor. 

Hay muchas maneras de tejer una venganza. Gores se decide por ir estirando el hilo hasta romperlo, enseñar cómo su protagonista va evolucionando hasta el estallido final. Es una elección arriesgada, porque pueden escribirse partes monótonas durante el proceso; sin embargo, constato que el libro no aburre en ningún instante; el camino entre la violación y la venganza resulta entretenido. Sólo flaquea el final, que es repentino: da la impresión de que al autor le entró prisa durante las últimas páginas, porque algunas de las muertes están resueltas mediante elementos exteriores. También puede ser que no se le ocurriese otra manera de resolverlo, pues son demasiados objetivos alrededor del sufrido maestro. No tengo nada en contra de que un «piano» caiga «casualmente» sobre uno de los antagonistas; el problema viene cuando se usan varios pianos. Eso es ir por el camino fácil, máxime si las resoluciones son tan sencillas como las que emplea este autor.

A pesar del mejorable final, y de algunos pasajes torpes donde no desarrolla bien el entorno, recomiendo la novela. En estos lares el título se tradujo de otra manera, Buitres. Por desgracia, es probable que se halle descatalogada; así que será una presa difícil. Dale un tiento si la ves en librerías de viejo o por la red.

¡Retruécanos!, hacía bastante que no reseñaba un libro, varios meses. Espero no estar muy oxidado. Si dispongo de tiempo, comentaré más títulos de novela negra. Puede que enfoque el blog hacia ese género tan denostado y, paradójicamente, exitoso.

«La novela de Gores es una especie de llamada de atención sobre los mecanismos innatos de la perversión en quien, creyéndose inmune a una sociedad perversa, olvida que ha sido generado por ella y que trabaja y crece dentro de ella colaborando en su perfeccionamiento». Carlos Sampayo. 

miércoles, 3 de junio de 2015

Libre albedrío, determinismo y conejos gigantes


Aún guardo en la memoria una pregunta de Mensa que me pareció divertida. Consistía, como suele ser habitual, en averiguar la secuencia existente entre varias imágenes; pero esta prueba era distinta porque no bastaba con fijarse en una posición concreta: había que alejarse y observarlas en conjunto. Resulta asombrosa la enorme cantidad de gente que cae en esa trampa tan sencilla, que se queda mirando al árbol sin ver el bosque. Muchos cometen el mismo error cuando analizan la realidad bajo influencias externas: ideología, narcisismo, recelo, entorno... Schopenhauer fue uno de los pensadores más importantes de su tiempo, un tipo inteligente y sabio, vamos. Empero, hablaba fatal de las mujeres, decía que su vida no estaba destinada a las grandes empresas —una manera sutil de expresar «Tú barre, cocina y calla»—. ¿Por qué alguien así, avispado, estudioso, tenía ideas misóginas? Podemos encontrar el motivo en la madre, a la que odiaba profundamente. Eso le impedía ir más allá, observar el conjunto. Seguro que hasta veía el rostro de su progenitora en cada mujer. 

El sistema, sus conceptos humanos, también sirven de distracción. Jostein Gaarder comparó al universo con un conejo inmenso donde nosotros vivimos, calientes y confortables entre el pelaje acogedor. Los filósofos no se quedan ahí: se agarran a los pelos y trepan para otear. Asimismo, es igual de importante saber quién es uno, conocerse; lo cual es difícil si se carece de humildad.

Me he encontrado, a lo largo de los años, con defensores del determinismo y el libre albedrío. La mayoría de los primeros eran progresistas; de los segundos, conservadores. Es lógico: cada cual mantiene una postura en base a su condición social. Alguien que ha tenido la suerte de crecer en una familia acomodada y educada, tal vez piense que cada uno es dueño de sí mismo, de su destino. Aun teniendo razón en parte, se trata de un sofisma porque olvida los elementos externos que imprimen carácter en el individuo, y falta añadir sus características propias, inmanentes. Por ende, opino que ambos casos existen y varían según las circunstancias; quedarse sólo con uno es fijar la vista en una única posición, fracasar en aquella pregunta de antes. Evoquemos al inefable Sostres, estomagante premeditado, explicar aquello de que cada uno es responsable de sus desgracias: si te han desahuciado, es culpa tuya. Aunque dudo que sus opiniones sean reales, sirven para ilustrar lo dicho.

http://www.upsocl.com/comunidad/dos-ninos-de-realidades-muy-distintas-muestran-la-crudeza-de-la-desigualdad/

Es posible mitigar el aspecto negativo del determinismo, mas no interesa: harían falta una serie de cambios sustanciales que le pondrían los pelos de punta al poder. Entretanto, hasta que éstos vayan produciéndose muy lentamente, todo seguirá igual. Supongo que los hombres del lejano futuro hablarán con horror de nuestra época, caracterizada por la hegemonía de unos partidos que gobiernan mientras se escucha la banda sonora de «Uno de los nuestros».

Para conseguir escapar del estancamiento en el que estamos metidos, basta con una enseñanza superior a la actual, que es demasiado cuadriculada. Sin olvidar otros problemas como el acoso o las novatadas. ¿Qué puede esperarse de los que experimentan esas lindezas? Con una educación diferente, más humana, quizá apareciese en escena una nueva época en la que habría un inmenso cambio de valores. Y quizá también comenzase una lucha real para ayudar a los desafortunados, sean de donde sean. Empleo el «quizá» porque no estoy seguro de ello, pero ¿no vale la pena intentarlo?

Un momento... ¿He tenido un atisbo de optimismo? El fin está cerca

martes, 12 de mayo de 2015

Serial Experiments Lain


Visto Gantz, recordé otro anime interesante que años atrás consiguió fascinarme. Éste lo recomiendo con más entusiasmo; pero es necesario tener en cuenta que se trata de una historia densa, sosegada, llena de reflexiones profundas. Tenlo presente si quieres conocer a Lain, la chica protagonista. 

Ella es apagada e introvertida hasta que descubre una nueva realidad dentro de la realidad: el Wired, un entorno análogo a nuestro Internet. Lentamente, al tiempo que aumenta su fama y poder en ese universo, va perdiendo interés por la masa de conceptos antropogénicos que muchos perciben como el mundo real. Aquí hay un mensaje claro: el distanciamiento producido por las nuevas tecnologías, que ayudan al humano a alejarse de una existencia vana, aburrida. Sartre dijo que estamos condenados a ser libres; yo añadiría otra condena: la de no saber, encontrarnos rodeados de un misterio inalcanzable en la actualidad. El Wired sirve para huir de ese vacío donde Dios ha muerto, dejando sin ocupar un trono gigantesco. ¿Y qué queda tras ver el abismo? Impotencia, desesperanza y miedo que conducen a huir; huir igual que Chisa Yomoda, un personaje que se suicida durante el primer capítulo. 

En Lain tenemos existencialismo y búsqueda interior; ¿quién es Lain?, se pregunta la protagonista, ¿a dónde pertenezco? La trama evoluciona despacio, dándonos diminutas pistas sobre lo que sucederá en el fragmento final, trocando en cada episodio las posibles conclusiones del espectador para hacerle meditar. Tal vez dé, conocida la última escena, una falsa impresión de trivialidad: «¡Esto lo ha hecho el cyberpunk infinidad de veces!». No obstante, hay que poner en la balanza esos momentos que encienden el pensamiento. Lain es un anime especial, único, y debe ser valorado en su conjunto. Quizá los seguidores más acérrimos de la ciencia ficción sean capaces de vaticinar lo que ocurrirá; aun así, seguro que no se quedan decepcionados porque... pocas veces un desenlace llega a ser tan hermosamente dramático.

¡Y qué atmósfera! El zumbido recurrente de los postes eléctricos es el perfecto acompañamiento, fortalece a la trama, sirve de exordio a las angustiosas representaciones de la soledad existencial. También se trata de una pista importante de la que prefiero no decir nada: descúbrelo tú. Hazlo y comprenderás por qué no lo explico.

Supongo que una serie así puede echar para atrás a unos cuantos. Probablemente, algunos instantes resulten demasiado crípticos. Mi consejo, si te atreves con Lain, es que te dejes llevar: no trates de hacer que las piezas encajen, sólo disfruta del viaje. A mí me gustó tanto que se encuentra entre mis preferidas. Mientras la recordaba aquí, escribiendo mis impresiones, no dejé de pensar en verla de nuevo.

jueves, 7 de mayo de 2015

Gantz


Ahora que los zombis de The Walking Dead se han ido de vacaciones, aproveché mi escaso tiempo libre para buscar una serie que me entretuviese. Me apetecía probar un tipo de historia diferente, un anime; así que no tardé en extraviarme entre el inmenso océano de propuestas niponas. Fue complicado hallar algo que se saliese de lo convencional, pero acabé dándome de bruces con Gantz, un seinen valiente que se atreve a ir bastante lejos, y si hay algo que me entusiasma, son las historias valientes; sobre todo si van acompañadas de una intensa crítica social.  

El seinen es, básicamente, manga para adultos que puede mostrar escenas de violencia extrema, sexo explícito y cualquier asunto controvertido que se quiera introducir. Reconozco que he sido incapaz de leer entero el manga de Gantz, porque contiene demasiadas viñetas de acción con escaso texto —me aburren, soy incapaz de apreciar el arte pictórico vertido en ellas—; por lo tanto, me centraré en el anime

Gantz empieza con la muerte de los dos protagonistas en un accidente de metro, pues arriesgaron su vida para rescatar a un vagabundo que se había caído en las vías. Eso de cargarse a los personajes tan rápido puede parecer una locura, pero en ese momento empieza lo bueno, lo original, lo que hace que la serie destaque: tras el sangriento accidente, aparecen en un extraño cuarto. Ahí también hay otras personas recién fallecidas, preguntándose qué demonios ocurre, y al fondo puede verse una enorme esfera negra. Después de un inquietante rato de ofuscación, la esfera les comunica que deben luchar contra criaturas de otros universos, y luego se abre para entregarles el equipo necesario: armamento y uniformes.

Cada personaje reacciona conforme a su personalidad; así que tenemos un gran número de arquetipos actuando de manera dispar frente al peligro: algunos se lo toman en serio y resisten un tiempo mientras los débiles son destruidos. Al final, acabada la tarea, la esfera puntúa a cada superviviente según el número de enemigos que aniquile. Por supuesto, no faltan irresolutos que se preguntan por qué es necesario asesinar a esas criaturas; mas les sirve de poco porque la deserción es imposible, únicamente pueden combatir hasta llegar a cien puntos o desaparecer si fracasan.

Aunque el argumento es cautivador, puede hacerse redundante para cierto tipo de espectadores: aparecer en el cuarto, matar; aparecer en el cuarto, matar. De todos modos, el anime no dura mucho porque improvisa un final que tala la historia, separándola de lo narrado en el manga. Lo malo es que esa improvisación... no funciona. Aparecen varios personajes carentes de atractivo y se plantea un escenario predecible, tedioso. Me resultó difícil verlo sin bostezar.

Incluso con un final como ése, y unos protagonistas simples que se apoyan demasiado en el factor carismático, mantiene un buen nivel durante bastantes capítulos. Además, contiene poco relleno, lo cual, teniendo en cuenta que a los japoneses les encanta meter paja —ese Goku corriendo por la serpiente interminable—, es de agradecer. En Gantz prima la acción y el humor negro, impactantes muertes escabrosas a manos de variopintos seres. Éstos son los encargados de dar un poco de variedad y mantener la tensión, porque su aspecto y habilidades siempre acaban siendo una sorpresa; el primer objetivo es tan endeble y ridículo que transmite patetismo. ¿Qué esconderá? 

Puedes ver la serie en el siguiente enlace: http://animeflv.net/anime/gantz.html

domingo, 5 de abril de 2015

No son como nosotros


Alerta: spoilers

La quinta temporada de The Walking Dead es sensacional; me ha parecido mejor que cualquiera de las anteriores. Empieza con una fuerza arrolladora: pesadumbre, canibalismo, la humanidad rebajada a la supervivencia más primaria. Luego, lejos de caer en la lasitud, muestra nuevos personajes profundos, llenos de contradicciones, y sorprende mediante algunos giros impresionantes. 

Hay muchas partes dignas de mención, pero voy a centrarme en la que me parece más interesante: la llegada de Grimes y su grupo al enclave amurallado, Alexandría. 

En esa suerte de edén utópico, los personajes hallan lo que parece un hogar. Todo es perfecto: las casas son habitables; las gentes, rectas. Se les asignan empleos y la vida casi vuelve a ser como antes del desastre... o eso creen, pues la ilusión no tarda en hacerse pedazos. Grimes lo percibe claramente: es un grupo de blandengues que ha creado un microcosmos en medio de la desesperanza, ajeno a la realidad que le rodea. ¿Y qué ocurre cuando intenta hacerles ver la verdad? Lo de siempre: a la verdad se la exilia, no interesa; de repente crecen los recelos porque, al fin y al cabo, «Esos forasteros no son como nosotros». Vienen de fuera, de la barbarie; nosotros somos la nueva esperanza de la humanidad. Y así, con esas ideas, la confianza del principio se torna evanescente, aparecen susurros y contubernios entre los habitantes primigenios.  

Moralina. Y una moralina peligrosa porque conduce a la muerte y al olvido, un puñado de tumbas sin nombre. ¿Qué hacer en esa situación? ¿Quedarse con ellos? ¿Irse? ¿Intentar convencerlos? Si es que ya lo decía Conan al encontrarse entre la civilización: «Qué olor, ¿es que aquí no entra el viento?». (Perdóname, esa referencia se debe a que escribo mientras escucho la grandiosa BSO de Poledouris). Al menos, a diferencia de otros, no hacen daño a nadie... salvo a sí mismos.

No he leído todo el cómic, así que no sé de qué manera acabará Alexandría, qué destino le espera a sus habitantes; supongo que su actitud les conducirá a convertirse en podridos. Cuando la programación no permite ver más allá de uno mismo y su bienestar, se corre el riesgo de llevarse una dosis de realismo, en este caso de mordeduras. También puede ocurrir que el grupo de Grimes se enseñoree de todo, aunque eso estancaría la trama. Al final seguro que habrá mordeduras, y después será interesante descubrir hacia dónde se encaminará todo, porque aún quedan muchas posibilidades por explotar; verbigracia, un sórdido laboratorio que experimente con humanos vivos, científicos defendiendo el medio más veloz para llegar al fin. O mejor aún: tribus de nómadas degradados y hostiles que imitan a los zombis. Cualquiera de las dos opciones encierra varios dilemas morales.  

Desde luego, queda claro que The Walking Dead no va de zombis; éstos son sólo una herramienta para que se caigan las máscaras, las de verdad, ésas que nos hacen representar un papel de cara a la sociedad. Pondré de ejemplo a un par de personajes. Empecemos por Glenn, el joven de la gorra. A todos les sorprende su ingenio, así que se interesan por él y le preguntan a qué se dedicaba. Nadie esperaba que fuese un inofensivo y humilde repartidor de pizzas; el nuevo escenario ha revelado y potenciado su auténtica naturaleza, que estaba enclaustrada por un sistema anómico. ¿Y qué decir del padre Gabriel? Es evidente que se debate entre su fe —que es real, imagino—, y su cobardía. Está muy alejado del típico clérigo iracundo que reparte estopa, como el que aparece en Braindead.

Sería gracioso verlo repartir tortas en el congreso de los diputados: «Yo trabajo para el Señor».

miércoles, 1 de abril de 2015

La escritura es frustración


Alguien que lee este blog me dijo algo que no llegué a creerme del todo: «En la primera entrada has escrito Whitman donde deberías haber puesto Frost». Yo insistí en que había escrito Frost, ¿cómo voy a equivocarme en eso? Imposible. 

Más tarde llegó la sorpresa: entré en el blog para comprobarlo y... sí, sí que había puesto Whitman. Ahí estaba la palabra, burlándose de mí. Supongo que se debe a que acababa de ver El club de los poetas muertos y se me fue la cabeza. No lo sé. El caso es que los despistes son el día a día de la escritura; Philip Roth lo sabía muy bien: él dijo la frase que ves arriba, encima de mi aspecto cuando me levanto por las mañanas. 

Y ese error no es nada comparado con mis descuidos novelísticos, ya que en textos largos es fácil meter la pata sin parar. Sólo tras corregir el libro unas cinco veces, y más, empiezo a no leer cosas que me hacen fruncir el ceño. Con todo, estoy convencido de que seguiría haciendo cambios hasta el infinito; así que conviene saber detenerse antes de acabar en un manicomio. La clave está, supongo, en tener un buen detector de basura: gran parte de lo que un autor escribe, aun teniendo pericia, es alimento de papeleras. El problema es que nadie tiene un detector que sea infalible; por lo tanto, se debe desconfiar del lisonjero perpetuo, ése que da el visto bueno a todo lo que escribes: o te hace la pelota —sus motivos tendrá—, o no le interesan tus disparates.

La frustración del escritor no acaba ahí, entre onerosas erratas, pues casi todo el trabajo que realiza es invisible: nadie ve los innumerables cambios que hace en un texto, montando y desmontando párrafos como si fuesen rompecabezas. Hay que eliminar redundancias, cacofonías, verbos comodines, construcciones simples. Un duro y largo trabajo de minería que se realiza en las sombras, donde no habrá ningún compañero que te dé una palmada en el hombro al terminarlo.

Una vez hecho lo anterior, el resultado difícilmente podría ser más incierto porque siempre quedan algunas rebabas sin limar, y las editoriales son androides con lenguaje limitado: «No encaja en nuestra línea». Luego está el tema monetario, su ausencia; las letras no dan monedas salvo en casos excepcionales. Mala idea teclear pensando en el vil metal. Y si los que buscan buena reputación logran su meta, no tardan en darse de bruces con el desprecio; desprecio, ojo, no envidia: lo último supone reconocer una superioridad, lo cual es bastante raro. A Bradbury, un tipo muy peculiar, no le costaba nada admitir que tenía envidia de los relatos pergeñados por Sturgeon.

Cabe preguntarse, entonces, por qué merece la pena perder el tiempo creando. Yo he intentado dejarlo un par de veces, pero fue en vano: sólo lo dejan quienes poseen otras ataduras más intensas. El resto sigue hasta la muerte o la extenuación, como Roth. A veces pienso que debería haberme aficionado al rápel.

¡Oh!, se me olvidaba: si mientras leías esto has pensado que en los talleres literarios sí que se aprecia el esfuerzo, te recomiendo hacer clic en el siguiente enlace:

https://elpezvolador.wordpress.com/2008/10/07/talleres-literarios/

Estuve una vez en un taller, pero huí rápidamente en cuanto prohibieron usar gerundios: no permitiré que pongan muros en el único espacio donde puedo ser libre. 

domingo, 15 de marzo de 2015

Adiós, Spock


Conocí al primer oficial del Enterprise viendo una de las mejores películas de Star Trek, La ira de Khan, cuyo guión homenajea a ese célebre clásico de Melville que tiene tantas ballenas; de ahí que el libro aparezca en el filme. Además, no faltan buenas frases: «Usted parte de un supuesto falso, yo no tengo ego que pueda ser herido», le decía Spock a su avezado capitán, y era cierto: los vulcanos reprimen sus sentimientos porque arrastran un pasado violento, mucho más que el nuestro, y temen volver a él. Con un trasfondo así, es difícil que el personaje no posea carisma; de hecho, me atrevería a decir que eclipsó a Kirk..., aunque este cowboy espacial también esconde cierto encanto: encarna el romanticismo por la aventura, el riesgo, ir a donde nadie ha ido jamás. Tampoco hay que olvidarse del quisquilloso doctor de la nave, pues fue el tercer pilar de la serie original, el contrapunto a un frío y austero oficial científico de aspecto feérico. 

Esa película me sirvió de entrada al universo trekkie, porque luego no tardé ni un mes en devorar la serie original entera. En aquellos días, hace más de una década, no tenía ni idea de quién era Sturgeon; pero me entusiasmaba El permiso, episodio escrito por él. Trata de un planeta donde los pensamientos se hacen realidad, lo cual es la perfecta excusa para introducir un montón de locuras divertidas. ¡Incluso aparecía el conejo blanco de Alicia! Si tuviese que llevarme una serie a una isla desierta —o a Ceti Alpha V—, escogería ésta sin duda. Su estética trasnochada se compensa con un poco de imaginación por parte del espectador.

Como suele suceder, no todos los episodios merecían la pena; había algunos que resultaban nefandos, chabacanos. Lo interesante es descubrir las pequeñas joyas que se esconden entre ellos, porque el mejor Star Trek se halla en la primera aventura. Afirmo eso sin despreciar a las que vinieron después, ya que tienen sus momentos memorables, mágicos: jamás olvidaré La piel del mal, un capítulo de La nueva generación que se atreve a romper algunas normas no escritas de las series; no diré cuáles para no desvelar nada. Y en la última que han hecho, Enterprise, hay buenos capítulos antes de que los guionistas pierdan el rumbo.

Para mí, Star Trek es una serie optimista que no muestra a los humanos como son, sino como deberían ser; nosotros no somos Kirk, no somos Uhura; nuestro papel se halla representado por los alienígenas. La ira de los Klingon o la avaricia de los Ferengi difícilmente podrían ser más humanas, ¿no crees? Visto así, todo esto viene a ser una alegoría que nos enfrenta al verdadero enemigo: nosotros mismos. Habrá que desprenderse de muchas costumbres negativas para emprender el último viaje. Si eso no se consigue, quizá nos convirtamos en los terrores espaciales de otras especies. Voy a escribir de memoria —disculpadme si me equivoco— algo que dijo un personaje de Andrómeda: «Hemos aceptado que existe una divinidad que creó a las estrellas, a la lluvia, y sabemos que creó a las pesadillas, porque nos creó a nosotros».

Aunque no me considero un trekkie, he perdido la cuenta de las veces que soñé con poner rumbo a la estrella más lejana. Por cierto, sospecho que los humanos pervertirán eso de una u otra manera, son capaces de llenarlo todo de publicidad, o vete a saber; empero, seré optimista en honor a Nimoy: imagino a los terrestres del futuro abandonando banderas, fronteras, ideologías, prejuicios, hipocresía, dejando a un lado el etnocentrismo y la estupidez supina, el engaño del ser, avanzando hacia el progreso y la cultura... No, lo siento, apuesto a que harán lo de la publicidad: «Vean, acérquense, urtkatenses, les traemos un brebaje milagroso que se llama Coca-loca». Quizá el éxito de Viaje a las estrellas radica en que se enfrenta a esas tonterías, y lo hace con denuedo.

Me gustaba que Nimoy anduviese por ahí firmando autógrafos, apareciendo en diversos lugares. Ahora el planeta se ha quedado un poco gris: Spock no está y nadie podrá sustituirlo. ¿Qué digo? Sí que está: podemos visitarle en la Enterprise tantas veces como queramos. Seguro que se encuentra en el puente de mando, junto al sonriente Kirk y el malhumorado doctor.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Cabeza de serpiente


Apoyado en su bicicleta recién comprada, Jorge miraba cómo echaban a un hombre del pequeño bar que había en su barrio. Pensó que tal vez se encontrase ebrio, porque le costaba mantenerse en pie; además, se quedó tirado en la acera un buen rato, mirando al vacío. Después se levantó trabajosamente para meterse en un callejón. Sus padres le advirtieron sobre la clase de personas que podía encontrar en él, así que prefirió olvidarse del asunto, amordazar la peligrosa curiosidad que le tentaba. No fue difícil: vivía en un sitio donde ese tipo de escenas eran comunes y estaba acostumbrado.
      A pesar de ser tan precavido, cometió el error de distraerse durante un buen rato, lo cual hizo que no notase a Luis acercarse por detrás; Luis y sus siete adláteres, los siete magníficos. 
      —Eh, Jorge, amigo —dijo poniéndole una mano en el hombro—, ¿me la dejas un momento? Sólo una vuelta y te la devuelvo. Venga, campeón, que eres cojonudo.
      Jorge observó a los secuaces, sus rostros sonrientes, cocodrílicos, e infirió que esperaban una respuesta negativa; en consecuencia, decidió prestarle su preciada bicicleta, el regalo que obtuvo ayer por soplar doce velas.
     Cuando Luis se montó en ella de un salto, sin miramientos, con su gordo trasero y odiosa expresión de orangután, Jorge rechinó los dientes; pero mantuvo la boca cerrada porque no le apetecía recibir una paliza. Se quedó quieto, controlando la rabia, incluso tras verlo alejarse hasta perderse de vista, acompañado de cerca por esa banda. Luego sintió soledad, impotencia, abatimiento. Y las lágrimas no tardaron en aparecer. Se sentó en un portal para esperar. Esperó una hora, tres, cuatro; todo el tiempo en el mismo sitio, sin moverse. Aunque hubo un accidente de coche mientras tanto, justo delante del bar, él ni se inmutó: deseaba recuperar lo suyo, porque era suyo, suyo. ¿Qué derecho tenía el orangután a quitárselo así?
    Pasada la morbosidad que siempre suscita un cuerpo maltrecho, los mirones regresaron a sus cuevas, y el inconfundible rugido de una Harley rasgó la atmósfera. Jorge, al escucharlo, se levantó con la rapidez de las ardillas: se trataba de alguien que admiraba desde que tenía uso de razón.
      La moto aparcó cerca y su tío se bajó de ella, moviendo los flecos de su cazadora parda. Como le gustaba ZZ Top, se había dejado una larga barba que le daba aspecto de hechicero loco, y nunca llevaba casco porque, según él, la vida es patética si no hay riesgos.
      —¿Pasa algo, chaval? ¿Y esos ojos? ¿No habrás llorado, eh?
      —Me han quitado la bici. Y no, no he llorado.
      —Ah, ya veo —dijo revolviéndole el pelo—. No es el fin del mundo. ¿Sabes quién fue?
      —Lo sé: Luis y su pandilla. Dice que puede hacer esas cosas porque es su territorio. A un amigo mío lo encerraron en un contenedor y luego se sentaron encima.
      —Entonces el problema es ése, ya veo. Es lógico, con esa pinta de angelito que gastas… Eres igual que tu padre: los dos bien formales y con la raya al lado, un peinado perfecto para la primera comunión. A ver, a ver, déjame pensar. —Prendió un cigarrillo—.Tienes que cortarle la cabeza a la serpiente, está claro. Es lo mejor.
      —¿Cortar la cabeza a la serpiente? No entiendo.
      —Ese tal… ¿Luis? Es el jefazo, ¿verdad? Pues él es la cabeza: córtala y el cuerpo morirá con ella. El problema es que necesitarás a alguien que te apoye, aliados. La vida es así, chaval: o comes, o te comen. Mira esto. —Se giró para que viese el emblema de su espalda, una cabeza tentacular con la palabra Primigenios encima—. Es el símbolo de mi hermandad: los tentáculos forman parte de un todo, la unión hace la fuerza.
      Jorge puso su pequeña mano pálida sobre la imagen.
      —Cómo mola. Pero ¿qué pasa si mis amigos no quieren ayudarme?
      —Pues te enfrentas a la cabeza sin apoyo. Al menos así te ganarás su respeto, supongo; aunque también puedes acabar mal. La clave es no mostrar miedo. Nunca le tengas miedo a nadie. Eres mi sobrino, coño, dale lo que se merece a ese cabrón. Y cuéntamelo luego, que ahora voy a tomar unas cervezas antes de visitar a tus padres —dijo enfilando hacia el bar.
      Después de admirar la moto durante un rato, Jorge regresó a casa: comprendió, y aceptó, que no tenía sentido esperar por algo que nunca iba a aparecer.
      Horas más tarde, el tío de Jorge hablaba con el padre de éste en el despacho donde recibía a sus clientes, pues era psicólogo.
      —¿Has visto a mi hijo? Es la hora de cenar y aún no ha vuelto. Es raro en él. Creo que se pasó por aquí un rato y volvió a marcharse.
      —Sí, tuve una charla con el chaval; parece que tiene problemas. Cosas de críos. 
      —También es raro que mi revólver haya desaparecido —dijo abriendo el primer cajón del escritorio—, y eso me preocupa porque estaba cargado: nunca sabes cuándo van a reaccionar con violencia esos depresivos hijos de puta.
      El rostro del motero hizo un gesto de sufrimiento, uno que su tatuador conocía muy bien. 


lunes, 16 de febrero de 2015

Rey de nada


Después de ponerse el manto y la corona, César Bonaparte Vigesimoprimero entró en la luminosa sala de guerra. En ella, rodeados de bustos áureos con los rostros de antiguos monarcas, varios generales hidrocéfalos estudiaban el despliegue del ejército, movían regimientos de plomo mediante sendos bastones plateados. Como estaban profundamente embebecidos, no repararon en la entrada de su señor. César prefirió no importunarles y dejar que siguiesen jugando a la guerra; dio media vuelta y recorrió uno de los espaciosos pasillos del palacio. Anduvo con orgullo, consciente de su magnífica estampa llena de medallas y joyas de oro, hasta que un insensato que iba en dirección contraria se atrevió a chocar contra él. Portaba cristales oscuros ante sus ojos, ropa extravagante y una pulsera con números brillantes en el centro de un rectángulo. César juzgó que se trataba de un bufón y se carcajeó de él, esperando que hiciese alguna cabriola o algo parecido; pero en vez de eso se cayó al suelo y empezó a vomitar. Espantado, César huyó mientras buscaba algún guardia que arrestase a aquel hombre; nadie vomitaba en su presencia.
      Atravesó hermosas estancias vacías, una tras otra, sin encontrar a nadie salvo al inveterado guardián de la puerta principal.
      —¿Dónde están mis hombres? —le preguntó.
      —¿Dónde han de estar, señor? Le noto cansado, señor. Debería acompañarme a la salida, señor. Dé una vuelta. Sí, eso le sentará bien. Vaya a su lugar preferido. Sí —dijo asiéndole del antebrazo y conduciéndole al jardín; en él le esperaba un carruaje tirado por corceles blancos.    
      El cochero, un tipo risueño y rechoncho vestido de etiqueta, le abrió la puerta e hizo una reverencia.
      —¿Dónde irá el señor hoy? —inquirió antes de tomar las riendas.
      —¿Dónde crees? A mi zona de recreo. Y sé veloz, que antes he visto algo terrible. Necesito distraerme.       
    Los caballos fueron fustigados sin descanso, estimulados con sonoros lengüetazos de cáñamo. Entretanto, César admiraba el paisaje bucólico, sus dominios. Vio el río dorado que pasaba junto a la aldea del Arce, un sitio mágico con felices animales parlantes. Le habría gustado detenerse para charlar con ellos, pero su mal recuerdo era demasiado peligroso: ¿y si les contagiaba? El más leve soplo de amargura derrumbaría los cimientos de sus casitas. Esa visión le horrorizó y bajó la mirada, taciturno.
      El coche se detuvo cerca de una colina cubierta por un césped cuidado y brillante. César se apeó. Pudo sentir cómo la brisa límpida del lugar aclaraba su mente, disipaba la oscura pátina que la cubría. Empezó a ascender con calma, permitiendo que sus ojos se inundasen del cielo lapislázuli jaspeado de nubes. En la cima, rodeado de escaleras, estaba el motivo de su visita: un trono de piedra. Iba a sentarse en él y reflexionar mientras escuchaba la música que tocaban las aves del paraíso. Luego, cuando la reina de la noche ocupase su lugar, regresaría al palacio para no perderse la opípara cena que siempre le preparaba el mejor chef del reino. Sí, pensó, el plan era magnífico, tanto como su vida; sin embargo, no pudo llevarlo a cabo: alguien ocupaba el trono, un hombre enjuto, barbudo y encapuchado que lo miraba con fiereza. 
       —¿Dónde se había metido? —preguntó—, llevo esperándole todo el santo día.
       —¿Dónde iba a estar? En mi palacio, como de costumbre. Dime quién eres y qué haces aquí.
     —¿Dónde está esa famosa sagacidad suya de la que tanto se habla por las tardes en las cafeterías? Llevo un puñal en el cinto hebillasplateadas ropanegra botasaltas llevo un Winchester encantado que vuela y le va a escupir. Está encima de su cabeza, como la espada de Damocles. 
      César atisbó el arma sólo un segundo antes de que le disparase. Sintió humedad en el rostro y cerró los ojos con fuerza, dispuesto a morir con la dignidad que le corresponde a un prócer. Pero no murió: a la sensación de humedad se adhirió un intenso dolor en la espalda.
      Abrió los ojos.
      Vio de nuevo al hombre barbudo, aunque ahora estaba sentado en un montón de palés rotos y se apoyaba contra un muro enmohecido. Su ropa era diferente: gorro de lana, chaqueta arrugada, pantalones apolillados. Sostenía un vaso resquebrajado y vacío.
      —¿Dónde has estado? Perdiste el conocimiento nada más llegar, muchacho—dijo con una mirada vidriosa que denotaba preocupación. 
      César, confuso, miró en derredor. Se encontraba tirado en un sórdido callejón lleno de deshechos, y tenía la ropa hecha jirones. Una de las mangas de su camisa estaba levantada, dejando ver un brazo sembrado de pinchazos.
      —¿Dónde he estado? Ni idea, pero quiero volver. —Palpó el suelo sucio en busca de otra llave que le llevase a sus dominios. Quizá alguien haya olvidado alguna con un poco de néctar en su interior. No sería la primera vez.


sábado, 24 de enero de 2015

Los dioses juegan al póquer cuando tienen vacaciones


En El nuevo intelectual, Ayn Rand lo tenía clarísimo: este tugurio tiene tres clases de monos pelones, tres comportamientos diferentes que le dan forma a las sociedades, otrora llamadas tribus. A saber: el bárbaro, el místico y los productores. Los dos primeros se complementan, cada uno le da al otro lo que necesita, y ambos hacen todo lo posible para poner obstáculos en el glorioso camino del productor, que es el clásico hombre de negocios, un poderoso McPato monopolista. La visión de Rand es correcta, esos arquetipos existen; no obstante, también es frívola, porque se salta a la torera al resto de caracteres y no profundiza en las contradicciones de cada uno. ¿Son iguales Henry Ford y Rockefeller? Ahondemos más: ¿puede afirmarse con certeza que alguno de ellos fue malvado o benévolo? Ni siquiera un individuo escapa a la dualidad, pues ambos hicieron malas y buenas acciones.

Siguiendo con esa enorme diversidad de personalidades, aplacada por las sociedades primitivas, no es descabellado afirmar que las metafísicas básicas existen para satisfacer un hambre real, muy real, que poseen algunas personas tras ver su nombre o el de un conocido en la lista de la señora Muerte. Tener ese tipo de hambre depende de muchos factores: determinismo, fortaleza, aislamiento... Dejando a un lado los fundamentalismos, es un error atacar a cualquiera que haya construido su realidad en base a las creencias teológicas: si creen en un dios, probablemente seguirán haciéndolo hasta el final; si pierden la fe, el resultado será negativo, ya que sólo les quedará un inmenso e insaciable vacío. Y aunque la educación podría ser capaz de crear una sociedad pragmática que venerase a la ciencia, eso no va a hacer que desaparezcan los anhelos litúrgicos; los humanos son paradójicos e irracionales, no vulcanos de orejas puntiagudas.

Una religión puede ser de infinitas maneras: unas son inocuas; otras, peligrosas. Y su evolución no tiene por qué ir hacia el lado positivo. Sería muy interesante encontrar una raza alienígena para estudiar sus costumbres y religiones, porque es probable que haya otros dioses pululando por las estrellas; sólo hace falta un raciocinio que necesite, como el nuestro, darle sentido al extraño escenario cósmico. Ahora mismo estoy imaginando al supremo Dtaspulhtkor, una oscura deidad que exige el uso de tangas, incluso en invierno, a la especie que lo adora. También habrá por ahí quien quiera imponer su dios a los demás, debido a que el suyo es el verdadero y punto, a callarse. ¿Sabes qué podría ser gracioso? Que la especie más sanguinaria tuviese razón al final, después de aniquilar al resto, y su dios-demonio les recompensase con la inmortalidad... Vale, sí, de acuerdo: no se trata de un asunto gracioso.

Aún recuerdo lo que dijo aquel viejo enteco que tanto le gustaba fumar en pipa: «Debemos aprender a vivir juntos, no a morir juntos». Somos diferentes, y esas diferencias, que seguirán existiendo siempre, no sólo se dan entre países, sino entre miembros de un mismo lugar; hasta en las familias hay discrepancias de toda índole. De las futuras generaciones depende que eso se convierta en progreso u odio. El problema es que impera un cainismo alimentado por la competitividad, y se forman manadas de medrosos que machacan al individuo; eso sí, pagando el precio de perder su propia individualidad. Aunque el presente supera al pasado, donde una delación podía llevarte a la doncella de hierro, quedan numerosas tuercas flojas que deben ser apretadas. Qué suerte tuvo aquel viejo, Bertrand, con su educación, pues exploró la biblioteca del abuelo para aprender por sí mismo, sin salir de casa. Luego, desgraciadamente, sufrió las consecuencias de tener una opinión propia sobre las creencias místicas: se le echó encima una grey de tercos adoctrinados.

Yo, sin ir más lejos, no creo en ninguna religión; pero comprendo el hambre del que hablaba antes. Debe de ser satisfactorio tener las respuestas, la certeza de que cualquier intelecto no se perderá cuando le llegue la hora. Ahora bien, es necesario que exista un elemento regulador o los farsantes se frotarán las manos. Y asimismo hay que mantener al clero lo más lejos posible del estado: nada de tener a Fermín de Pas robando a manos llenas, que bastante tenemos con los «políticos». Tampoco me agradan las enseñanzas tendenciosas que a veces se dan en los colegios, porque eso crea enemigos; no estaría mal que se enseñase a respetar posturas diferentes y a comportarse con humildad. «A decir verdad, el reconocimiento de la ignorancia es una de las más hermosas y seguras pruebas de juicio que encuentro», escribió un tal Montaigne.

Las religiones van perdiendo fuerza a medida que pasan los siglos —a muchos niños de hoy no les gusta perder el tiempo cuando pueden estar jugando al Minecraft—; pero dudo que aparezca un sucedáneo que las remplace. Nos guste o no, forman parte de nosotros: si enviásemos un grupo de recién nacidos a un planeta remoto para que se desarrollasen ellos solos, sin influencias, cuidados por máquinas silentes, seguro que acabarían siendo animistas... Eso si no toman a las máquinas por criaturas divinas, claro. Tenemos la irritante manía de iluminar lo ignoto con respuestas quiméricas, porque lo ignoto asusta un huevo. Hace falta audacia para admitir que aún estamos rodeados de misterio, que somos animales insignificantes en medio del puñetero universo.

Y ya está. De ti depende tomarte en serio algo con un título así, tan estrambótico. Al autor le debe de faltar un tornillo.