Apoyado en su bicicleta recién comprada, Jorge miraba cómo
echaban a un hombre del pequeño bar que había en su barrio. Pensó que tal vez
se encontrase ebrio, porque le costaba mantenerse en pie; además, se quedó tirado
en la acera un buen rato, mirando al vacío. Después se levantó trabajosamente
para meterse en un callejón. Sus padres le advirtieron sobre la clase de personas
que podía encontrar en él, así que prefirió olvidarse del asunto, amordazar la peligrosa
curiosidad que le tentaba. No fue difícil: vivía en un sitio donde ese tipo de
escenas eran comunes y estaba acostumbrado.
A pesar de ser
tan precavido, cometió el error de distraerse durante un buen rato, lo cual
hizo que no notase a Luis acercarse por detrás; Luis y sus siete adláteres, los
siete magníficos.
—Eh, Jorge,
amigo —dijo poniéndole una mano en el hombro—, ¿me la dejas un momento? Sólo
una vuelta y te la devuelvo. Venga, campeón, que eres cojonudo.
Jorge observó a
los secuaces, sus rostros sonrientes, cocodrílicos, e infirió que esperaban una
respuesta negativa; en consecuencia, decidió prestarle su preciada bicicleta, el regalo
que obtuvo ayer por soplar doce velas.
Cuando Luis se
montó en ella de un salto, sin miramientos, con su gordo trasero y odiosa
expresión de orangután, Jorge rechinó los dientes; pero mantuvo la boca cerrada
porque no le apetecía recibir una paliza. Se quedó quieto, controlando la
rabia, incluso tras verlo alejarse hasta perderse de vista, acompañado de cerca
por esa banda. Luego sintió soledad, impotencia, abatimiento. Y las lágrimas no
tardaron en aparecer. Se sentó en un portal para esperar. Esperó una hora,
tres, cuatro; todo el tiempo en el mismo sitio, sin moverse. Aunque hubo un
accidente de coche mientras tanto, justo delante del bar, él ni se inmutó:
deseaba recuperar lo suyo, porque era suyo, suyo.
¿Qué derecho tenía el orangután a quitárselo así?
Pasada la
morbosidad que siempre suscita un cuerpo maltrecho, los mirones regresaron a
sus cuevas, y el inconfundible rugido de una Harley rasgó la atmósfera. Jorge, al escucharlo, se levantó con la
rapidez de las ardillas: se trataba de alguien que admiraba desde que tenía uso
de razón.
La moto aparcó
cerca y su tío se bajó de ella, moviendo los flecos de su cazadora parda. Como
le gustaba ZZ Top, se había dejado
una larga barba que le daba aspecto de hechicero loco, y nunca llevaba casco
porque, según él, la vida es patética si no hay riesgos.
—¿Pasa algo,
chaval? ¿Y esos ojos? ¿No habrás llorado, eh?
—Me han quitado la bici. Y no, no he
llorado.
—Ah, ya veo —dijo
revolviéndole el pelo—. No es el fin del mundo. ¿Sabes quién fue?
—Lo sé: Luis y
su pandilla. Dice que puede hacer esas cosas porque es su territorio. A un
amigo mío lo encerraron en un contenedor y luego se sentaron encima.
—Entonces el
problema es ése, ya veo. Es lógico, con esa pinta de angelito que gastas… Eres
igual que tu padre: los dos bien formales y con la raya al lado, un peinado
perfecto para la primera comunión. A ver, a ver, déjame pensar. —Prendió un
cigarrillo—.Tienes que cortarle la cabeza a la serpiente, está claro. Es lo
mejor.
—¿Cortar la
cabeza a la serpiente? No entiendo.
—Ese tal… ¿Luis? Es el jefazo, ¿verdad? Pues él es la cabeza: córtala y el cuerpo morirá con
ella. El problema es que necesitarás a alguien que te apoye, aliados. La vida
es así, chaval: o comes, o te comen. Mira esto. —Se giró para que viese el
emblema de su espalda, una cabeza tentacular con la palabra Primigenios encima—. Es el símbolo de mi
hermandad: los tentáculos forman parte de un todo, la unión hace la fuerza.
Jorge puso su
pequeña mano pálida sobre la imagen.
—Cómo mola. Pero
¿qué pasa si mis amigos no quieren ayudarme?
—Pues te
enfrentas a la cabeza sin apoyo. Al menos así te ganarás su respeto, supongo;
aunque también puedes acabar mal. La clave es no mostrar miedo. Nunca le tengas
miedo a nadie. Eres mi sobrino, coño, dale lo que se merece a ese cabrón. Y
cuéntamelo luego, que ahora voy a tomar unas cervezas antes de visitar a tus
padres —dijo enfilando hacia el bar.
Después de
admirar la moto durante un rato, Jorge regresó a casa: comprendió, y aceptó,
que no tenía sentido esperar por algo que nunca iba a aparecer.
Horas más tarde,
el tío de Jorge hablaba con el padre de éste en el despacho donde recibía a sus
clientes, pues era psicólogo.
—¿Has visto a mi
hijo? Es la hora de cenar y aún no ha vuelto. Es raro en él. Creo que se pasó
por aquí un rato y volvió a marcharse.
—Sí, tuve una
charla con el chaval; parece que tiene problemas. Cosas de críos.
—También es raro
que mi revólver haya desaparecido —dijo abriendo el primer cajón del escritorio—,
y eso me preocupa porque estaba cargado: nunca sabes cuándo van a reaccionar con violencia esos depresivos hijos de puta.
El rostro del
motero hizo un gesto de sufrimiento, uno que su tatuador conocía muy bien.
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