domingo, 5 de abril de 2015

No son como nosotros


Alerta: spoilers

La quinta temporada de The Walking Dead es sensacional; me ha parecido mejor que cualquiera de las anteriores. Empieza con una fuerza arrolladora: pesadumbre, canibalismo, la humanidad rebajada a la supervivencia más primaria. Luego, lejos de caer en la lasitud, muestra nuevos personajes profundos, llenos de contradicciones, y sorprende mediante algunos giros impresionantes. 

Hay muchas partes dignas de mención, pero voy a centrarme en la que me parece más interesante: la llegada de Grimes y su grupo al enclave amurallado, Alexandría. 

En esa suerte de edén utópico, los personajes hallan lo que parece un hogar. Todo es perfecto: las casas son habitables; las gentes, rectas. Se les asignan empleos y la vida casi vuelve a ser como antes del desastre... o eso creen, pues la ilusión no tarda en hacerse pedazos. Grimes lo percibe claramente: es un grupo de blandengues que ha creado un microcosmos en medio de la desesperanza, ajeno a la realidad que le rodea. ¿Y qué ocurre cuando intenta hacerles ver la verdad? Lo de siempre: a la verdad se la exilia, no interesa; de repente crecen los recelos porque, al fin y al cabo, «Esos forasteros no son como nosotros». Vienen de fuera, de la barbarie; nosotros somos la nueva esperanza de la humanidad. Y así, con esas ideas, la confianza del principio se torna evanescente, aparecen susurros y contubernios entre los habitantes primigenios.  

Moralina. Y una moralina peligrosa porque conduce a la muerte y al olvido, un puñado de tumbas sin nombre. ¿Qué hacer en esa situación? ¿Quedarse con ellos? ¿Irse? ¿Intentar convencerlos? Si es que ya lo decía Conan al encontrarse entre la civilización: «Qué olor, ¿es que aquí no entra el viento?». (Perdóname, esa referencia se debe a que escribo mientras escucho la grandiosa BSO de Poledouris). Al menos, a diferencia de otros, no hacen daño a nadie... salvo a sí mismos.

No he leído todo el cómic, así que no sé de qué manera acabará Alexandría, qué destino le espera a sus habitantes; supongo que su actitud les conducirá a convertirse en podridos. Cuando la programación no permite ver más allá de uno mismo y su bienestar, se corre el riesgo de llevarse una dosis de realismo, en este caso de mordeduras. También puede ocurrir que el grupo de Grimes se enseñoree de todo, aunque eso estancaría la trama. Al final seguro que habrá mordeduras, y después será interesante descubrir hacia dónde se encaminará todo, porque aún quedan muchas posibilidades por explotar; verbigracia, un sórdido laboratorio que experimente con humanos vivos, científicos defendiendo el medio más veloz para llegar al fin. O mejor aún: tribus de nómadas degradados y hostiles que imitan a los zombis. Cualquiera de las dos opciones encierra varios dilemas morales.  

Desde luego, queda claro que The Walking Dead no va de zombis; éstos son sólo una herramienta para que se caigan las máscaras, las de verdad, ésas que nos hacen representar un papel de cara a la sociedad. Pondré de ejemplo a un par de personajes. Empecemos por Glenn, el joven de la gorra. A todos les sorprende su ingenio, así que se interesan por él y le preguntan a qué se dedicaba. Nadie esperaba que fuese un inofensivo y humilde repartidor de pizzas; el nuevo escenario ha revelado y potenciado su auténtica naturaleza, que estaba enclaustrada por un sistema anómico. ¿Y qué decir del padre Gabriel? Es evidente que se debate entre su fe —que es real, imagino—, y su cobardía. Está muy alejado del típico clérigo iracundo que reparte estopa, como el que aparece en Braindead.

Sería gracioso verlo repartir tortas en el congreso de los diputados: «Yo trabajo para el Señor».

No hay comentarios:

Publicar un comentario