domingo, 8 de noviembre de 2015

El emperador albino


«No —murmuró el capitán—. La libertad no existe. Todavía no. Para nosotros, no. Nosotros debemos pasar muchos más sufrimientos antes de poder empezar siquiera a adivinar qué es la libertad. Sólo el precio de este conocimiento es superior, probablemente, al que estarías dispuesto a pagar en este estadio de tu vida. De hecho, a menudo el precio es la propia vida». 

La crítica ha sido dura con Moorcock porque, según ella, trató mal a Elric; sin embargo, me temo que se trata de un personaje sempiterno que seguirá siendo leído durante muchos, muchos lustros. A veces un nombre basta para que una novela descuelle, como pasa con Nemo —¿sacamos a relucir las numerosas taras de Veinte mil leguas de viaje submarino?— o Holmes, o tantos otros. La fascinación irradiada por esos personajes palia los defectos de la trama. 

Elric no es un santo paladín que se rige únicamente por el bien en su estado más puro, sino un desidioso emperador cansado de una sociedad decadente y estática, anquilosada entre tradiciones que se remontan a un lejano pasado de glorias olvidadas. Pienso que resulta más fácil comprender la obra, su leitmotiv, si se conocen los pensamientos del autor, que ha defendido el anarquismo: en sus páginas pueden verse numerosos desprecios al poder en cualquiera de sus formas, y una incesante búsqueda de aventuras, de libertad. Elric quiere, ante todo, romper las cadenas que lo atan a esas costumbres anacrónicas, lo cual explica su asombroso comportamiento ante determinadas circunstancias.

Además, es un agente del Caos, y su espada, Stormbringer, bebe las almas de aquellos a los que hiere, transfiriendo de paso energías al portador. Esto puede dar la impresión de que nos hallamos ante un villano, pero no es así: se trata de un personaje ambiguo, contradictorio, con una laxa inclinación hacia la virtud, pues anhela eliminar las costumbres depravadas de sus compatriotas. La complejidad de Elric viene de una constante lucha interior: aunque posee algo de humanidad, ésta se ve alterada por las experiencias del trágico pasado que le atormenta. De manera que debe buscarse a sí mismo, descubrir quién se esconde entre tanta reminiscencia funesta.


Probablemente, la novela más infravalorada de las ocho que componen los viajes de Elric sea La fortaleza de la perla, ya que abusa del ambiente onírico, recurso que otros escritores suelen ofrecer en pequeñas dosis; aun así, en ella se contemplan con mayor claridad las ideas antes mencionadas: un grupo de patricios, embebecidos con el poder, corroen su ciudad mediante un absurdo gobierno aislacionista porque sólo les importa mantenerse sobre los demás, acumulando y acumulando riquezas. El argumento no es el más original que puede concebirse; pero cumple de sobra y le da a la historia una cohesión que no tiene Marinero de los mares del destino, obra muy deslavazada.

Lo cierto es que la crítica no anda desencaminada cuando habla mal de estas novelas. En El misterio del lobo blanco, por ejemplo, se ata un cabo suelto cuya resolución era esperada por el lector desde el principio... y se hace demasiado rápido. Da la impresión de que a Moorcock le dejó de interesar ese hilo, ya que prefirió quitárselo de encima para desarrollar breves aventuras en la línea de Robert E. Howard. Después, en La venganza de la Rosa, trueca el ritmo veloz que ha usado en todas las historias anteriores por algo más pausado, más tolkeniano; las frecuentes luchas y diálogos se sustituyen por longas descripciones. No hay un estilo mejor que otro, ambos son aceptables y tienen su público; empero, me consta que ese cambio tan radical fastidió a algunos lectores acostumbrados a la velocidad. A mí me pareció áspero, aunque me habitué enseguida.

Sí, hay defectos en estas obras, claro que los hay. Afortunadamente, como ya dije, Elric ejerce tanta fascinación que se olvidan. Está en medio de una lucha de la que no quiere formar parte: por un lado, los inicuos y viscerales dioses del Caos; por otro, las conservadoras divinidades de la Ley. Ambos bandos libran una lucha eterna, cada uno cree estar en posesión de la verdad y, en el fondo, ninguno la posee porque son esclavos de sí mismos y su odio hacia el contrario, su amor hacia el poder. Sólo se ponen de acuerdo en un punto: hacer pedazos la utopía, que en el mundo de Elric se llama Tanelorn, la ciudad eterna. En ella se abandonan los alineamientos y se sirve al equilibrio, los habitantes viven en paz.

¿Construiremos una Tanelorn algún día? Es posible, pero todavía no. Para nosotros, no. Entretanto, podemos leer a Moorcock, que es uno de esos autores con universo propio e inspirador.



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