sábado, 24 de enero de 2015

Los dioses juegan al póquer cuando tienen vacaciones


En El nuevo intelectual, Ayn Rand lo tenía clarísimo: este tugurio tiene tres clases de monos pelones, tres comportamientos diferentes que le dan forma a las sociedades, otrora llamadas tribus. A saber: el bárbaro, el místico y los productores. Los dos primeros se complementan, cada uno le da al otro lo que necesita, y ambos hacen todo lo posible para poner obstáculos en el glorioso camino del productor, que es el clásico hombre de negocios, un poderoso McPato monopolista. La visión de Rand es correcta, esos arquetipos existen; no obstante, también es frívola, porque se salta a la torera al resto de caracteres y no profundiza en las contradicciones de cada uno. ¿Son iguales Henry Ford y Rockefeller? Ahondemos más: ¿puede afirmarse con certeza que alguno de ellos fue malvado o benévolo? Ni siquiera un individuo escapa a la dualidad, pues ambos hicieron malas y buenas acciones.

Siguiendo con esa enorme diversidad de personalidades, aplacada por las sociedades primitivas, no es descabellado afirmar que las metafísicas básicas existen para satisfacer un hambre real, muy real, que poseen algunas personas tras ver su nombre o el de un conocido en la lista de la señora Muerte. Tener ese tipo de hambre depende de muchos factores: determinismo, fortaleza, aislamiento... Dejando a un lado los fundamentalismos, es un error atacar a cualquiera que haya construido su realidad en base a las creencias teológicas: si creen en un dios, probablemente seguirán haciéndolo hasta el final; si pierden la fe, el resultado será negativo, ya que sólo les quedará un inmenso e insaciable vacío. Y aunque la educación podría ser capaz de crear una sociedad pragmática que venerase a la ciencia, eso no va a hacer que desaparezcan los anhelos litúrgicos; los humanos son paradójicos e irracionales, no vulcanos de orejas puntiagudas.

Una religión puede ser de infinitas maneras: unas son inocuas; otras, peligrosas. Y su evolución no tiene por qué ir hacia el lado positivo. Sería muy interesante encontrar una raza alienígena para estudiar sus costumbres y religiones, porque es probable que haya otros dioses pululando por las estrellas; sólo hace falta un raciocinio que necesite, como el nuestro, darle sentido al extraño escenario cósmico. Ahora mismo estoy imaginando al supremo Dtaspulhtkor, una oscura deidad que exige el uso de tangas, incluso en invierno, a la especie que lo adora. También habrá por ahí quien quiera imponer su dios a los demás, debido a que el suyo es el verdadero y punto, a callarse. ¿Sabes qué podría ser gracioso? Que la especie más sanguinaria tuviese razón al final, después de aniquilar al resto, y su dios-demonio les recompensase con la inmortalidad... Vale, sí, de acuerdo: no se trata de un asunto gracioso.

Aún recuerdo lo que dijo aquel viejo enteco que tanto le gustaba fumar en pipa: «Debemos aprender a vivir juntos, no a morir juntos». Somos diferentes, y esas diferencias, que seguirán existiendo siempre, no sólo se dan entre países, sino entre miembros de un mismo lugar; hasta en las familias hay discrepancias de toda índole. De las futuras generaciones depende que eso se convierta en progreso u odio. El problema es que impera un cainismo alimentado por la competitividad, y se forman manadas de medrosos que machacan al individuo; eso sí, pagando el precio de perder su propia individualidad. Aunque el presente supera al pasado, donde una delación podía llevarte a la doncella de hierro, quedan numerosas tuercas flojas que deben ser apretadas. Qué suerte tuvo aquel viejo, Bertrand, con su educación, pues exploró la biblioteca del abuelo para aprender por sí mismo, sin salir de casa. Luego, desgraciadamente, sufrió las consecuencias de tener una opinión propia sobre las creencias místicas: se le echó encima una grey de tercos adoctrinados.

Yo, sin ir más lejos, no creo en ninguna religión; pero comprendo el hambre del que hablaba antes. Debe de ser satisfactorio tener las respuestas, la certeza de que cualquier intelecto no se perderá cuando le llegue la hora. Ahora bien, es necesario que exista un elemento regulador o los farsantes se frotarán las manos. Y asimismo hay que mantener al clero lo más lejos posible del estado: nada de tener a Fermín de Pas robando a manos llenas, que bastante tenemos con los «políticos». Tampoco me agradan las enseñanzas tendenciosas que a veces se dan en los colegios, porque eso crea enemigos; no estaría mal que se enseñase a respetar posturas diferentes y a comportarse con humildad. «A decir verdad, el reconocimiento de la ignorancia es una de las más hermosas y seguras pruebas de juicio que encuentro», escribió un tal Montaigne.

Las religiones van perdiendo fuerza a medida que pasan los siglos —a muchos niños de hoy no les gusta perder el tiempo cuando pueden estar jugando al Minecraft—; pero dudo que aparezca un sucedáneo que las remplace. Nos guste o no, forman parte de nosotros: si enviásemos un grupo de recién nacidos a un planeta remoto para que se desarrollasen ellos solos, sin influencias, cuidados por máquinas silentes, seguro que acabarían siendo animistas... Eso si no toman a las máquinas por criaturas divinas, claro. Tenemos la irritante manía de iluminar lo ignoto con respuestas quiméricas, porque lo ignoto asusta un huevo. Hace falta audacia para admitir que aún estamos rodeados de misterio, que somos animales insignificantes en medio del puñetero universo.

Y ya está. De ti depende tomarte en serio algo con un título así, tan estrambótico. Al autor le debe de faltar un tornillo.