viernes, 25 de agosto de 2017

Alucinaciones hipnopómpicas


Cuando era un crío, vi un fantasma tras despertar en medio de la noche. Era translúcido, alto y de tono verduzco. Si la memoria no me traiciona, iba trajeado: americana, camisa... nada fuera de lo normal. Tenía una mano apoyada en el borde de mi cama y me miraba con fijeza. Se supone, digo yo, que en ese momento debería estar atenazado por un miedo cerval; pero sentía tranquilidad. Incluso me atreví a alargar mi mano para tocar la suya, y la aparición se esfumó en cuanto lo hice. Luego encendí la luz y me quedé de pie durante un buen rato en medio del cuarto, intentando hallar una explicación a lo sucedido. 

Esa luz, por supuesto, continuó encendida durante mucho tiempo: aún hoy me cuesta mantener la calma si la oscuridad es completa. Piensa lo que debe ser para un niño recibir la visita de un fantasma, uno que se veía muy real. 

Nunca me atreví a contarle esa experiencia a nadie, salvo a un colega que escuchó el relato atentamente y afirmó, con un deje de incredulidad, que me creía. Como estaba seguro de que contarle aquello a otros sólo traería problemas, lo dejé escondido en un remoto rincón de mi cerebro. De todos modos, el tipo verde no regresaba, las noches volvían a ser aburridas. Hicieron falta unos pocos años más para que ocurriese algo extraño de nuevo; algo muchísimo peor. 

En una esquina de mi habitación, pendido de un clavo, había un pequeño payaso de ojos traviesos y amplia sonrisa. Lo odiaba. Siempre estaba pensando en cómo deshacerme de él, pero las posibles reprimendas me quitaban las ganas. Además, no podía dejarme vencer por un estúpido y enano muñeco; así que intenté ignorarlo. Sin embargo, esos malditos ojos rojos no dejaban de espiarme continuamente, perseguirme a través de mis pesadillas. Y en una de esas noches tórridas de verano donde es tan incómodo conciliar el sueño, justo después de abrir los párpados, vi al payaso colocado en una posición diferente, pues estaba de cara a la pared como si alguien lo hubiese castigado. Por suerte, sólo estuvo así un segundo antes de retornar a su sitio habitual.

Desde luego, un muñeco mirando a la pared no es tan espectacular como el fantasma; pero te puedo asegurar que el impacto fue mucho mayor. Supongo que esa alucinación debió ser el resultado de una larga inquietud: si hubiese sido otro objeto el porqué de ella, habría ocurrido algo similar con él.

Pasada esa inquietud, llegué a la conclusión de que el cerebro puede jugarte una mala pasada cuando acabas de despertar, y eso bastó para tranquilizarme; tenía que bastar, porque obtener información en mi niñez era mucho más difícil que ahora, la era del omnisciente internet. Gracias a él corroboré mi teoría y descubrí que esas alucinaciones son bastante comunes, aunque suelen aparecer arañas antes que muñecos diabólicos, espectros o un rostro siniestro a pocos centímetros del mío, lo último que he visto. Reconozco que prefiero no ver nada fuera de lo común.

Mirándolo por el lado bueno, al menos nunca he tenido alucinaciones hipnagógicas, las cuales se producen antes de dormir, y tampoco experimenté la temida parálisis del sueño, un mal trago que suele estar lleno de visiones escalofriantes. ¿Qué consecuencias habrán tenido en las culturas antiguas? ¿Cuántos pensarían que eran reales?

Por mi parte, evidentemente, sé que sólo se trata de una imagen inofensiva que aparece muy de vez en cuando, y no merece la pena preocuparse por esas nimiedades... Ah, recuerdo que el payaso tuvo un final honorable: fue purificado por las llamas durante una noche de San Juan. A veces ocurren accidentes, no se pudo evitar. 

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