En este relato hay un personaje que, con diferentes formas, suele aparecer en mis historias. Es uno de los más siniestros que pueden usarse. In heaven, everything is fine. ♫
***
Ayer se emitió el último capítulo de Aventuras espaciales, una serie que seguí durante años. Pensar en ella
me sirve para entretenerme de camino al instituto, o me servía, porque ya no
habrá más temporadas, no más capitanes salvando a la humanidad. Como salí más
temprano de lo habitual, aún no ha amanecido y las calles están vacías; eso me
agrada. Así es fácil imaginarme a mí mismo en la nave, ayudando en el puente:
el puesto de científico es genial, aunque el de piloto también tiene su encanto.
Creo que voy a echar de menos esa maldita serie. Mierda.
Nadie, salvo
Fran y yo, la ve. Tengo ganas de encontrármelo y charlar sobre el final. Qué
final. La verdad es que me gustó una barbaridad, pero habría preferido que la
historia continuase. Tenía la costumbre, durante la hora de matemáticas, de
dibujar la mejor escena que recordaba del nuevo episodio. ¿Qué haré ahora? ¿Volver
a la primera temporada? Imposible. Además, el pasado de esos personajes ya no
se siente real porque lo sé de memoria; sé lo que ocurrirá en todo momento. Si
pudiese olvidarlo…
En las escaleras
del instituto no está Fran. Es raro porque siempre me espera ahí, fumando y
escuchando música. Podría subir al aula, pues la entrada está abierta; pero
prefiero sentarme en las escaleras y esperar. Los primeros alumnos aparecen al
cabo de unos minutos. De momento no conozco a ninguno porque son de otras
clases. El espacio que hay frente a la entrada va llenándose poco a poco de
risas, cigarrillos encendidos, inquietudes sobre el siguiente examen. Veo a un
pequeño grupo de mi clase que acaba de llegar. Cuando descubren dónde estoy,
sonríen y me señalan. Están aún lejos y no tengo idea de qué dirán, ni me
importa; yo decido subir al aula. ¿Qué habrá pasado con Fran? ¿Llegará tarde?
¿Estará enfermo?
Mientras entro
en el aula y me siento en la mesa, escucho la sirena de entrada; un sonido
desagradable que odio profundamente. Por suerte, los primeros en sentarse cerca
de mí son empollones que sólo se preocupan por repasar y repasar; sacan sus
libros y agachan la cabeza, murmurando. El grupo de los graciosos es diferente,
más molesto; aunque suele entrar justo un segundo antes de que comience la
clase.
Miro el reloj de
pared hasta que dan las ocho en punto. Es la hora y la mesa de Fran aún sigue
vacía. Supongo que estará enfermo, o puede que no le apeteciese dar las mates
de hoy. Los alumnos recorren el aula, se tiran bolas de papel y ríen; una de
ellas me da en el brazo, pero prefiero pasar de todo y seguir tranquilo. El
profesor no acaba de venir, lo cual me pone nervioso; su presencia calma al
instante a todos. Empiezo a sentir un repiqueteo en mi nuca: una cerbatana de
mis colegas, quizá dos. No me importa. Con el tiempo he aprendido a ignorarlo,
encerrarme en mí mismo.
Observo, por el
rabillo del ojo, a uno de ellos acercarse como un ninja, tijeras en mano;
apuesto a que quiere cortarme la otra correa de la mochila. Tuvo que retirarse
cuando entró, al fin, el profesor. Pero… algo no va bien. Froto mis ojos porque
algo de verdad que no va bien: creo que el profesor lleva el uniforme de los
aventureros espaciales. Sí, lo trae puesto, no hay duda. ¿Será también un fan
de la serie? Aun así… ¿no debería darle vergüenza venir con eso a dar
lecciones? Los adultos suelen preocuparse por mantener intacta su reputación.
Mis compañeros
no parecen darse cuenta de nada, así que dejo de darle importancia tras unos
minutos; sólo es una camisa azul con un par de símbolos, sólo eso. Con todo,
voy a preguntarle sobre ella cuando termine de enseñar. Y entretanto, como las mates
me aburren, pasaré de escucharle. El tiempo va muy rápido si te dejas llevar por
la imaginación.
Cuando acabó la hora, había llenado de garabatos una hoja casi sin darme cuenta. Me levanto deprisa porque el profesor está a punto de marcharse, lo cual provoca algunas
risitas. Le pregunto, en voz baja, por qué va con ese uniforme puesto; pero se
queda mirándome un rato y luego ordena que vuelva a mi sitio. Supongo que no
tiene interés en hablar con un alumno insignificante.
Alguien colocó
un par de chinchetas en mi asiento, la clásica broma; sin embargo, soy lo
bastante precavido para no caer en ella. Siempre lo soy. Escucho, tras
apartarlas, un suspiro de frustración. Lástima. Quizá un día me siente encima y
chille, y así, con suerte, dejará de ponerlas. También han dibujado una
esvástica en mi libro de historia, su cubierta. Tendré que borrarla después; no
me gustaría que la profesora viese eso, ya que es la única vieja que me agrada.
Es gracioso cada vez que se emociona mientras explica la segunda guerra
mundial, alzando la voz y apuñalando la pizarra con la tiza para dejar
remarcadas las batallas. Seguro que su antepasado fue Patton.
En cuanto entra
en el aula, los ruidos disminuyen. Yo alzo la vista y veo, incrédulo, otro
uniforme de Aventuras espaciales.
Esta vez es uno de almirante, nada menos, y con todos los complementos, pistola
láser incluida. Es genial ver cómo brilla con la luz de los fluorescentes, pues
parece que hoy será uno de esos días negros y tormentosos. Me quedo esperando
la lógica reacción de mis compañeros, pero nadie le da importancia y ella
comienza a dibujar el mapa de Europa en la pizarra; toca el frente del este,
divisiones acorazadas avanzando, implacables, sobre un país que pronto se llena
de flechas y cicatrices. Después de explicar esa parte se sienta en su mesa,
agotada. Y justo en ese instante alguien de atrás se levanta y me pega un
chicle en el pelo, llamándome por mi nuevo nombre, el que usaron a los pocos
días de conocerme. La profesora lo ve y nos indica que vayamos a su mesa. Dice
que somos un desastre y que le hagamos una visita al director, o eso creo,
porque me distrae el uniforme que lleva, no puedo dejar de mirarlo.
Mi «colega» y yo
salimos al pasillo; pero no es un pasillo de instituto, sino un corredor de
nave espacial. Como me quedo embobado, me toca el brazo para despertarme. Ahora
él también lleva uniforme, uno de ingeniería, y dice que no tarde en ir al
camarote del capitán, que va a adelantarse para explicarle no sé qué. Yo sonrío
y asiento. Cuando se va, me doy cuenta de algo fabuloso: lo tengo puesto, lo
tengo puesto y es de oficial, ya no soy el alumno insignificante. El deseo que
tenía desde hace años se ha cumplido. Lo ha hecho y no voy a cuestionarlo. No
lo haré. No.
Palpo mi cadera
para comprobar si llevo la pistola láser. Sí, ahí está. Voy directo al aseo, o
donde antes estaba el aseo, para mirarme en un espejo. Por desgracia, ha sido
sustituido por una sala de cultivos hidropónicos. Ni rastro de espejos. Una
chica que comprueba datos en una computadora me sonríe y pregunta qué hago
allí, pues debería acudir a la llamada del capitán. ¡El capitán! Me despido de
ella y salgo pitando hacia el turboascensor. Éste sólo tarda unos pocos segundos en
llevarme hasta mi destino.
Encuentro al
capitán charlando animadamente con mi compañero, y ambos se interrumpen para
saludarme. En cuanto pregunto qué sucede, me felicita por mi buena actitud
durante los momentos de crisis. Luego se levanta y me da una palmada en el
hombro, lo cual me produce una sensación reconfortante porque es la primera vez
que alguien me lo hace. Mi compañero tiende la mano y pide disculpas: se dejó
llevar por los nervios. Es normal, cualquiera podría ponerse histérico en medio
de un combate. No todos los días somos abordados por una especie peligrosa de
criaturas insectoides. Por supuesto, acepto sus disculpas y el asunto termina
sin que quede ningún rastro de rencor. Faltaría más.
El capitán me
ordena que tome un descanso, así que decido dar una vuelta por la nave.
Mientras voy al puente, pienso en Fran y en todo lo que se va a perder. Ojalá
estuviese aquí.
En el puente hay
una luminosidad tenue que indica horario nocturno, y dos miembros de la tripulación,
la piloto y el encargado de comunicaciones, están concentrados en lo suyo: ella
mantiene el rumbo hacia un planeta amistoso donde haremos reparaciones, y él
intenta descifrar el extraño lenguaje de las criaturas que nos abordaron. Ambos
tienen cerca tazas de café humeante, lo cual me intriga porque no se permiten
tomar bebidas en este lugar. Cuando se dan cuenta de mi presencia, me miran con
algo de desconcierto y yo me siento como un intruso. La piloto pregunta por qué
no seguí la orden del capitán. Respondo que sólo doy una vuelta y no tardaré en
echarme un rato. Todos parecen saber la orden que debo cumplir; debe ser que el
capitán, preocupado por mí, me vigila a través de los demás. Menudo fastidio.
Advierto miradas de inquietud antes de salir del puente. Pamplinas: ni que
tuviese alguna enfermedad grave, o algo por el estilo.
Tomo de nuevo el
turboascensor y le indico que vaya a la primera sección, pues tengo ganas de
ver el célebre observatorio que hay en ella. En ese sitio tuvo lugar el primer
contacto con una especie alienígena, y también mataron ahí al médico. Pobre
tipo: no pudo escoger un peor momento para admirar las estrellas. Aún recuerdo
cuando aquel misterioso ente le obligó a dispararse en la cabeza.
Paso ante la
sala de recreo. No puedo probarla, ya que hay un grupo de jóvenes cadetes jugando
al balón. Deberían cancelar sus prácticas y devolverlos a la academia, porque vaya
desperdicio: yo la usaría para echar una partida al ajedrez con Lasker, o para tener
una interesante charla con Descartes. Cualquier personaje histórico está registrado y tiene varios programas que lo recrean con exactitud.
El observatorio
es tal como lo recuerdo, centímetro a centímetro. Una inmensa ventana ovalada
que ha mostrado multitud de maravillas. Aunque…, no, no es tal como lo recuerdo
porque ahora hay una ancha línea de color ceniza ante él. Salvo ese detalle, el
resto es igual. Dejo de lado esa nimiedad y me acerco a las estrellas. Me
acompaña la chica que había visto antes, en la sala de cultivos hidropónicos;
está de espaldas y se gira cuando me aproximo. Pensé que se asustaría, pero me
guiña un ojo y sonríe. Luego hace una seña para que me acerque. Me pongo nervioso porque las chicas se me dan mal; es decir, me asustan. Soy tímido,
supongo. Además me parece guapa y eso empeora las cosas. No sé explicar el
motivo, pero esa chica me fascina demasiado. Es raro porque acabo de conocerla.
Tras acercarme, señala una hermosa mezcla de colores en el
espacio. Sé cómo se llama, lo juro, lo tengo en la punta de la lengua; pero
no logro recordarlo. Pregunto qué es y ella responde que se trata de una
nebulosa. Luego me coge la mano, lo cual hace que tiemble un poco; espero que
no se dé cuenta. Noto que la suya es muy fría y pálida, tanto que me recuerda
al hielo. Su cabello, en cambio, es negro; negro de una manera especial, como
si fuese oscuridad. Aun así, eso no le quita nada a su belleza. Vuelve a
sonreírme y logra tranquilizarme por completo.
Entonces me doy
cuenta de algo inquietante: la nebulosa, de repente, avanza hacia nosotros a
una velocidad tremenda. No es posible, porque ninguna nave puede ir con esa
rapidez sin usar desplazamiento por curvatura. Iba a decírselo a la chica; pero
ella me pone un dedo en la boca para silenciarme, luego acaricia mi nuca y
vuelve a señalar la nebulosa, una mezcla de azul y ámbar que ahora tiene dos
brillantes focos horizontales, redondos y claros. Tengo la sospecha de que soy
feliz por primera vez en mucho tiempo, si es que lo fui antes alguna vez; así
que espero con impaciencia. Deseo ver más de cerca ese fenómeno del universo.
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